lunes, 15 de septiembre de 2014

El mundo de Atarazanas

El Mercado Central, levantado sobre los astilleros árabes, encierra un microcosmos que ha alcanzado fama internacional

14.09.2014 | 09:43
El edificio que alberga el mercado es una construcción típica del XIX con motivos neomudéjar.
El edificio que alberga el mercado es una construcción típica del XIX con motivos neomudéjar. 

Ficha técnica


En la cara de Ana Ruiz, la comerciante más veterana del mercado de Atarazanas, hay una sonrisa perenne que ilumina a su clientela. «A los ocho años ya estaba aquí y me subía a una caja para despachar», explica mientras corta con mimo varios filetes de pollo. Al otro lado del mostrador, una clienta asiente en señal de aprobación, mientras que a su alrededor la vida comercial, la vida misma en definitiva, envuelve la escena con un vertiginoso aire de irrealidad preñado de gritos reclamando atención para unas «bacalaíllas de Málaga», las frutas del día o la carne más sabrosa. Las puertas abiertas a la mañana malagueña no paran de vomitar y recibir ciudadanos que entran y salen del edificio cargados de bolsas, decenas de conversaciones se entremezclan con el olor a pescado y aceitunas, y la ironía de algún vendedor picantón sonroja a un ama de casa vencida por la prisa. El Mercado Central de Málaga, levantado sobre los antiguos astilleros nazaríes, guarda en su interior un mundo aparte con jerarquía y valores propios, una realidad paralela en la que cada mañana se produce el milagro bíblico de los panes y los peces a partir de una maquinaria comercial perfectamente engrasada, sin más marketing que la simpatía ni más estrategia que la calidad de los productos frescos.

El mercado se construyó en tres años (1876-1879) y fue diseñado por el arquitecto Joaquín Rucoba, que para su concepción se inspiró en la plaza comercial de Les Halles, en París. Altísimos nervios de hierro se unen para soportar el muy estético y exuberante estilo neomudéjar, de tal forma que el edificio asumió como propia la puerta nazarí, labrada en mármol, que mucho antes de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos saludaba diariamente a los marinos. Desde 1979 es Bien de Interés Cultural, aunque sólo se salvó porque la Academia de Bellas Artes de San Telmo se encaprichó de ella. Eternas galerías repletas de reminiscencias árabes, mucho más alta la central que las dos laterales, dan cobijo a 260 puestos con fruterías, pescaderías y carnicerías como negocios estrella. La oferta comercial se completa con panaderías, congelados, tiendas de comestibles y varios bares.

Como cada lugar sagrado éste también tiene su ángel de la guarda. En Atarazanas –nombre con el que se conocía al taller naval árabe–, este papel lo desempeña Diego Caparrós, un simpático inspector de mercados de 44 años que hace de cicerone a fotógrafo y redactor. «Cada día atiendo a mucho público que me pregunta sobre cómo quedarse con un puesto», asegura. «Los días son muy intensos aquí. La actividad comercial es frenética y, desde que se rehabilitó, se ha convertido en un foco para el turismo», apunta.

No hace falta que lo diga. En medio de los pasillos, en los que el trasiego es constante, llaman la atención dos altísimos ingleses con bermudas, tenis y camisas hawaianas que no paran de inmortalizar con sus cámaras las transacciones verbales entre clientes y vendedores. Atarazanas es ya un destino más en el mapa cultural de la Málaga turística, como el Picasso. «A los extranjeros les encanta. Incluso vienen por grupos organizados, y hemos tenido hasta visitas de cruceristas, ya que los touroperadores han incluido una parada en el mercado en sus visitas a la ciudad».

La venta, un galanteo

La vida comercial de Atarazanas, y tal vez eso sea lo que atrae a los turistas –también hay muchísimos nacionales–, ha permanecido inalterada a lo largo de las décadas, al menos en esencia, como un monumento a las relaciones humanas, y en parte simula un galanteo en el que el vendedor trata de conquistar al cliente. Dice Caparrós, al que todo el mundo conoce, que pueden pasar por el mercado entre 3.000 y 4.000 personas al día, el doble los fines de semana.

El peor momento para los comerciantes fueron los años del exilio, tres, en concreto, cuando el vetusto inmueble debió someterse a un lavado de cara y a una profunda reforma. Entre 2008 y 2010, los pequeños vendedores tuvieron que ejercer su actividad en la vecina plaza de Camas. Luego, todo volvió a la normalidad.

De generación en generación

Sergio Molina, de Pescados y Mariscos El Ruina, tiene 19 años pero ya es un avezado comerciante. Trabaja como pescadero desde los 14. «A mi abuelo le llamaban El Ruina, él se jubiló y entramos los nietos», dice mientras repasa con su vista el mostrador para que no le falte género. «Con la crisis, hay días peores y mejores, pero se vende. Hay mucho ambiente», aclara. El torero Javier Conde o Estrella Morente son algunos de sus clientes. «Me levanto antes de las cuatro de la mañana, vamos a la lonja y a Mercamálaga, y venimos para acá, donde estamos hasta las cuatro de la tarde y de martes a sábado, imagínate si es duro. No tenemos vacaciones». Junto a él, su hermana Silvia, de 19 años, es el reflejo vivo del testigo generacional. «Llevo una semana aquí». ¿Qué es lo que se vende más? «Las gambitas para el arroz, o mejillones», contestan.

Aquí los comerciantes tienen pedigrí. Son la nobleza de los vendedores malagueños. Todos se quejan de que la crisis les ha golpeado duro, pero reconocen que si estuvieran fuera de Atarazanas venderían menos. Sus padres y abuelos, en la mayor parte de los casos, iniciaron los negocios familiares y hoy ese nicho de mercado, esa trinchera se ha convertido en un acogedor refugio anticrisis.

Ernesto Sánchez tiene 43 años, es frutero y lleva toda la vida bregando con los clientes. «Yo tengo aquí fotos del año 57», apunta. «Las cosas de la vida, era el más pequeño de la casa y esto es un puesto de trabajo», explica. «La crisis la notamos, han bajado un 50% las ventas», añade. «Ahora es la temporada de las chirimoyas y los caquis», comenta con mirada profesional, para admitir al segundo que «todo el mundo está sin un duro». «Aquí vienen los abuelos diciendo ´tengo a mi hijo, a mi nieto´, pero no fío mucho, porque si lo hago pierdo el cliente y el dinero. Quien antes gastaba cincuenta euros ahora gasta veinte». Su negocio ha pasado de padres a hijos y tiene más de cien años, afirma.

El eficiente inspector de mercados Caparrós señala que la idea de incorporar bares –hay cuatro– al mercado funciona muy bien, no sólo entre los turistas, sino también entre la clientela habitual. «En los bares se consume el producto del mercado. Alguno de los dueños, de hecho, tuvo un puesto. Todo lo compran aquí. Hay clientes que compran el chuletón o el solomillo y se lo hacen», subraya.

Sobre la crisis, aprecia que «se nota, pero el mercado la defiende bien», indica. Muchos de los comerciantes aseguran que si no estuvieran en Atarazanas todo sería más duro. Estar en el Mercado Central, uno de los máximos exponentes de la arquitectura del hierro, es un valor añadido.

Entre los clientes hay de todo: los de siempre, las familias, las amas de casa, y los hosteleros de éxito que compran productos frescos, del día, malagueños en un 90% y el resto casi andaluces al 100%. Luego están los extranjeros y los turistas españoles que se desplazan de otras ciudades para echar los viernes y los sábados una cerveza y unas gambitas en los bares.

Miguel Casado tiene 48 años y dice que Atarazanas es su mercado de toda la vida. Su familia regentaba una peluquería desde el año 37 que él cerró para irse a trabajar a Parcemasa, en una filigrana del destino que describe a la perfección la dureza de la recesión, su inhumanidad. «Vengo tres veces en semana a comprar la carne, el pescado y la verdura». Atarazanas es en sí mismo una reivindicación del comercio tradicional, el de toda la vida, el de mirar cara a cara al cliente y cerrar el trato con un apretón de manos. ¿Qué diferencia hay entre estos puestos y una gran superficie? «En cuanto a calidad no hay punto de comparación», apunta.

Los hermanos Castro, Enrique y Antonio, llevan 29 y 16 años, respectivamente, vendiendo el mejor género del mar. «Solemos vender almejas», ríen al unísono, aunque esta mañana tienen su mostrador repleto de pulpos. El alcalde, Francisco de la Torre, es uno de sus clientes habituales. «Casi todos los vecinos del Centro compran aquí». «Un pulpo», dice una clienta. «Pero límpiamelo»,

Julián Sánchez, de 48 años, es el vicepresidente de los comerciantes de Atarazanas y es un experimentado frutero. Su negocio es familiar y echó a andar allá por la Guerra Civil. «Aquí se vende más que en un barrio, aunque ahora la gente da muchas vueltas y compran mucho. Lo que más vendo son ajos y casi todo viene de la huerta malagueña», indica.

La vidriera, polo de atracción

Uno de los espectáculos visuales más estéticos lo proporciona la colorida vidriera en la fachada que da a la calle Sagasta, repleto de monumentos malagueños como la Alcazaba, la Catedral o el puerto histórico de la Málaga que fue. Muchos lo retratan con su cámara. El edifico es historia viva. También remodelado en el 73, época de la que data esta obra de arte. Antes de que Rucoba lo concibiese, las ruinas de los astilleros acogieron un hospital y un cuartel y el mar lamía sus puertas, aunque la Alameda alejó las saladas hasta el Muelle Heredia.

A la una de la tarde, Ana Ruiz, la carnicera sonriente, la matriarca del lugar, sigue despachando a sus clientes. «En el 53 hubo una obra y ya estaba yo aquí». No lo deja porque se aburre y, en el fondo, aunque sus hijos están ahora colocados, sigue esperando que vuelvan al negocio. Posiblemente mientras habla recuerde cómo despachaba cuando era una niña, hace más de sesenta años, subida a una sencilla caja de madera.

La hostelería llega a Atarazanas

Los bares han sido un rotundo éxito en la estrategia comercial del mercado, que por cierto ha tenido visitantes ilustres. El pasado verano visitó Atarazanas el presidente de Mercadona, Francisco Roig, atraído por su fama. Estos negocios hosteleros ofertan en sus cartas los productos de los puestos del mercado y tienen mucho tirón. Francisco Murillo, del bar el Yerno, apostilla que los pinchos de atún o de pulpo son sus tapas estrella, y que tiene clientes fijos de Madrid que vienen cada verano o turistas extranjeros que le mandan postales desde su país. Mikel Luis, de 45 años, regenta un bar ecológico, La Caracola. «Quien viene repite», dice, mientras presume de los licuados que oferta. En su carta hay pucheros y potajes para el invierno y ensaladas para el verano.

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